Fue muy complicado
sacar las llaves del bolsillo de mi abrigo contigo entre mis brazos,
afortunadamente, eres pequeña y pesas muy poco. Sostenía tu parte
superior con mi brazo izquierdo y el resto lo sostenía apoyando tu
cuerpo contra la pared que solía ser blanca pero que el tiempo y el
descuido la habían tornado gris, con cautela introduje mi mano
derecha en el bolsillo de mi abrigo y con mayor precaución introduje
las dos llaves en sus cerraduras correspondientes. Tuve cuidado de tu
cabeza, entré de lado y con tus pies empujé la puerta al girar la
perilla: sucedió el milagro. Mágicamente despertaste al momento en
que, a obscuras, te postré sobre mi viejo sillón de mimbre en el
que suelo sentarme a leer. No actuaste con extrañeza, no te sentías
acosada; al contrario, me pediste que te sirviera un vaso de leche,
te contesté que no bebía leche; me miraste con esos ojos de niña
caprichosa, que después comprendí, que sueles hacer cuando no
obtienes. -Entonces prepárame un café. -imperaste con un tono de
seguridad-. -Tampoco bebo café. -te respondí con cierto
sentimiento de mal anfitrión-. -Entonces ¿qué demonios son
consumes? -me cuestionaste violentamente-. No fumas, no tomas leche y
tampoco bebes café. -Quiero un vaso de agua. -Concluiste-. Fui a la
cocineta por tu vaso de agua, abrí el grifo, y mientras se llenaba
el vaso pensaba en lo que te diría cuando lo terminaras de beber,
era incómodo tenerte en mi sitio sin razón aparente, soy propenso a
necesitar razones. No dijiste palabra alguna mientras esperabas y me
sorprendió que sacaras un cigarrillo y comenzaras a fumarlo dentro
del apartamento, según yo, tu falta de fuego y de tabaco eran las
razones por las me que habías hablado y por lo que salimos de aquél
bar de la Rue Lepic, decidí no interrogarte, comenzaba a comprender
la atipicidad del momento, si sólo hubieses querido pasar la noche
conmigo, me lo habrías pedido directamente. Así que al salir de la
cocineta fui directamente a la alacena por un cenicero y te lo
entregué al momento de darte el vaso de agua, noté que ya habías
utilizado como cenicero el pisapapeles con forma de plato dórico que
detiene mis notas y que descansa sobre el descansabrazos de mi sillón
de mimbre. Al darte el cenicero y el vaso de agua sonreíste
satisfechamente y sin cruzar palabra me senté en el gastado diván
que hacía pocos días que había comprado en Porte de Vanves.
La alineación del
diván me permitía tenerte frente a frente, había concluido por
completo el efecto del alcohol y tenía muchas preguntas, pero no
quería las respuestas. -Bien, y ¿cuál es tu nombre? -te interrogué
con cierto aniquilamiento situacional-. -Me llamo Madeleine;
Agnes-Madeleine, pero me conocen, simplemente, como Madele. Pensé en
lo atípico y cacofónico de tu nombre compuesto y repliqué: -Un
placer conocerte Madele, mi nombre es José María, en francés
equivaldría a Joseph-Marie, pero nadie me conoce por mi nombre, así
que me puedes llamar así, o simplemente, decirme Lope, la
contracción de mi apellido. -Qué lindo suena tu nombre español, me
gusta tu acento extranjero, es lindo que no hagas la r gutural.
Terminaste tu vaso de agua, no sabía que decirte, vi el reloj y éste
marcaba las cinco treinta de la mañana, dentro de poco saldría el
sol. Te dije que pronto amanecería y que te recomendaba que pasaras
el resto de la velada en el apartamento, acomodé mi cabeza sobre el
cojín del diván y me quedé dormido. No supe que hiciste mientras
dormía, pero caí fulminado, dormí un buen rato, desperté
alrededor de las diez de la mañana, supongo que por el haz de luz
que entró al momento que quitaste la cortina y abriste las puertas
del balcón de par en par, sonaba La Javanaise, así que supuse que
habías puesto tú un disco de Gainsbourg. Te vi sentada en mi sillón
mimbre, con cigarrillo en mano, leyendo mi
«J'irai cracher sur vos tombes» de Boris Vian, lo que me hacía
suponer que habías entrado a mi habitación y que seguramente habías
husmeado mi librero. Notaste que desperté y me dijiste, sin tacto,
que sobre la mesa había había un flûte relleno de mermelada de
naranja y una taza de café con leche. Se me hizo extraño, en mi
alacena nunca hay mermelada de naranja, prefiero las baguettes a los
flûtes y nunca bebo leche, y mucho menos, café. Me levanté del
diván, jalé la silla de la mesa que estaba frente al desayuno que
me habías preparado, me sentí, y al momento que mi trasero tocó el
asiento grité: - ¡Carajo!, ¡El reporte! Lo debí entregar a las 8
de la mañana y ni siquiera lo terminé anoche, tendré que
resignarme. Volteé a mi lado izquierdo y vi tus zapatitos rojos
debajo del trinchador donde guardo los mantales y sobre el que
reposan mis disco y su dispotivo de audio. Volteé a la derecha,
sobre el perchero descansaba tu abrigo y el mio que anoche había
dejado sobre la alfombra, miré sobre la mesa y encontré las llaves
que suelo dejar sobre la alacena dentro del frutero que nunca tiene
frutas, afortunadamente me compraste el periódico, y en su página
central dejaste una linda nota que decía: «Tu me dois 20 euros.»,
me debes veinte euros. ¿Veinte euros por un frasco de mermelada, un
frasco de café soluble, dos litros de leche, dos flûtes y Le
Figaro? Además, yo nunca compraría Le Figaro, cada mañana voy al
kiosko y la señora Labeouf ya me tiene listo Le Canard enchaîné...
Sin decir nada te miré fijamente a los ojos, te enseñé la notita
y sonreíste, maldita seas, que sonrisa tan hermosa tienes.
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